El proceso electoral ecuatoriano ocurre en un momento particular: el mundo está cambiando, desordenándose, poniendo en entredicho su diseño multipolar, porque empieza a esbozarse otro, bipolar, bicéfalo y esquizofrénico, con la innegable presencia referencial de Pekín en paralelo a Washington; el libre comercio, mágica fórmula de la hiperglobalización, se pone a prueba con las políticas ultraproteccionistas del modelo Trump y con los esquemas aggiornados de la exclusividad neoliberal regresiva en algunos países latinoamericanos; los efectos del cambio climático son devastadores y la voracidad del capitalismo no quiere hacerse responsable de sus causas y menos de sus soluciones; la inseguridad y la violencia rondan las cotidianidades, y los Estados Unidos condicionan su apoyo a la OTAN a cambio de una mayor inversión de los países en gastos militares bajo el justificativo de la “defensa común”, en un mundo que se lo está haciendo peligroso; y las construcciones de murallas son en realidad tendidos xenofóbicos que pretenden coartar la circulación humana y encerrar las economías, las culturas, las sociedades y las políticas en sí mismas. ¿Dónde queda el mundo multipolar abierto a todas las relaciones posibles en el planeta?
En este contexto de inestabilidad prolongada, profunda y sistemática, se quiere generar en América Latina una naturalidad caracterizada por la reprimarización de las economías, la erosión de los liderazgos nacionales y regionales especialmente de los gobiernos progresistas, la dinamización de procesos destituyentes de nuestras democracias, la hostilidad xenofóbica explícita hacia nuestros ciudadanos, así como la clasificación de nuestros países como preferenciales o descartables y el debilitamiento de nuestros esquemas integracionistas.
Las expresiones de este diseño son inocultables como propósitos para el Ecuador, país que, junto con otros de la región, no se dejó absorber por ese arrasador y desigualador sistema-mundo de la globalización excluyente. El mundo bipolar insiste en desordenar el modelo ecuatoriano que goza de fuerte arraigo popular. No es fácil para ellos ni sus representaciones locales. Por eso la fórmula dominante del proceso electoral ha sido la guerra sucia, direccionada claramente a afectar cuatro espacios: la desacreditación de la imagen del gobierno del presidente Rafael Correa; la desvalorización de la revolución ciudadana como modelo de desarrollo; el cuestionamiento de su sistema constitucionalista garantista de los derechos ciudadanos y de la naturaleza, así como otras leyes, entre ellas la de comunicación; y la desvirtuación de los posicionamientos del binomio presidencial del Movimiento Alianza País liderado por Lenin Moreno y Jorge Glas, que en todas las encuestas, durante todo el proceso, aparece como la primera opción.
En este marco, la comunicación cumple roles muy activos que se mueven en los vaivenes de una contienda política embadurnada de la sofisticación de las estrategias electorales y la apropiación mediática de las diversas tecnologías, al punto que podemos afirmar que en este proceso se ha transitado de la tradicional estrategia centrada en la videopolítica, a una combinación predominante entre el retorno de la política a las calles y la inserción más sistemática en el mundo virtual. Vamos a realizar una aproximación a las principales características de estas formas comunicacionales de construcción de sentidos de sociedad, de política, de cultura y de espiritualidades, en estrecha correspondencia con las prácticas políticas de un proceso electoral en el que se confrontan proyectos y estrategias discursivas pugnando por el poder.
Cuando la telepolítica se pone en entredicho
Siguiendo la tradición de las anteriores campañas que crearon un estilo y una costumbre electoral, la población se había preparado –o más bien resignado- para recibir las avalanchas publicitarias de las imágenes y promesas presidencialistas traducidas en spots de televisión, cuñas radiales, artes de prensa, posters, vallas publicitarias y stickers pegados sin consulta en las ventanas de los carros por militantes bien uniformados con sus camisetas color de su partido y sus gorras con los nombres y fotos de sus candidatos, bien peinaditos ellos, lado a lado, en binomios estilo mormón.
La población se había preparado -o más bien resignado- para exponerse a la tradición marketizada de la tele o videopolítica, que llegó junto con la globalización aligerando los discursos comunicacionales, banalizando la vida, trasladando los acontecimientos políticos de las calles a los sets de televisión y cabinas de radio, con programaciones electoralistas de la extensión de un océano y la profundidad de un dedo, además de convertir el acto electoral en espectáculo regido por los parámetros y lenguajes de “don rating”, el rey de las programaciones mediáticas, que todo lo que toca lo convierte en mercancía.
La población se había preparado –o más bien resignado- para aquellos espacios mediáticos donde no mandaban los candidatos sino los periodistas estrella y sus consabidos programas donde el lenguaje político de los oradores en las plazas y los balcones tuvieron que someterse a la dictadura del “tiempo televisivo fatal”, controlado por bocinas, chicharras, timbres o silbatos que señalan inclementes el tiempo cumplido. Los políticos tuvieron que amoldarse a los talk show bailando, cantando o, como aconsejaban sus asesores de imagen, generando empatías con los electorados en base a la sobrevaloración de las formas y las estéticas, porque -según argumentaban- ya las ciudadanías de la sociedad de la información no gustaban del discurso, sino de las confianzas subliminales proyectadas por esas fábricas de “telepresidentes” y “teleparlamentarios”.
La videopolítica es un tinglado bien estructurado de investigación y planeación de un estilo de comunicación combinado entre difusión y retroalimentación, basado en el marketing electoral encargado del posicionamiento de las imágenes de los candidatos y eventualmente en el marketing político, responsable de la armonización entre las expectativas del electorado y las promesas presidenciales. Por alguna razón que algún día se tendrá que saber explicar, la generalidad de las estrategias parten del principio que al electorado no le interesan los programas, ni las ideologías, ni los debates, sino tan solo mensajes que les den seguridad y esperanzas en sus grandes temores como el desempleo, o el encarecimiento del costo de vida, o el pago excesivo de impuestos. Y por eso, como ocurre en el proceso electoral ecuatoriano, las campañas se limitan a promover la imagen salvadora de los candidatos y a exponer promesas celestiales con visos de eslóganes reiterados en palabra y simbología hasta el cansancio, “para que calen en las mentes de los electores”.
Con la telepolítica, los sets de los medios ya no eran sólo cabinas de grabación y de difusión, sino los espacios mismos de realización de la acción política, donde se hacían y decidían los alcances de las tácticas y estrategias electorales. Y, alrededor de ellos, revoloteando como aves de rapiña, la agresividad incontrolable de los spots reiterados hasta la saciedad, decidían los sentidos políticos en una guerra desenfrenada que ilusionaba a los candidatos, encandilaba a los militantes y llenaba las arcas de los medios y de los publicistas. En complemento, los y las periodistas estrella refulgían más que los candidatos, fabricando realidades y decidiendo tendencias electorales apoyados en los datos de las percepciones ciudadanas estratégicamente manejadas, a pedido del cliente, por las empresas encuestadoras.
En el actual proceso electoral, ya los spots no sobresaturan los espacios mediáticos y los medios se han tenido que reubicar en tres sentidos: Uno que pretende extender el set como espacio de realización de la política, para lo cual los medios han multiplicado programas de entrevistas de vida efímera, que duran mientras transcurre el período de las elecciones. Son programas que no lograron generar debate, salvo esporádicos casos en los que la disputa no aparecía como parte normal de la contienda política, sino como situaciones que se les escaparon de las manos a periodistas más preocupados/as por el control de los tiempos antes que por la explicación y análisis de las propuestas. Otro sentido está relacionado con un retorno de los medios a la información, con las características de la construcción discursiva en procesos políticos, en los que cada periodista y medio construye sus verdades seleccionando o enfatizando los temas en palabras e imágenes. Como fuere, en la medida que la política volvió a hacerse en las calles, los medios tuvieron que salir de los sets para buscar la noticia. Y el tercer sentido, que en realidad es un arrastre de la videopolítica, los y las periodistas no se resistieron a direccionar las respuestas a sus preguntas atentamente preseleccionadas; tampoco dejaron de opinar con intervenciones a veces más largas y aguerridas que las de los entrevistados; y no dejaron de incitar a tomar acciones.
A modo de cierre de esta parte del análisis, digamos que las encuestas ya no están pesando tanto como en anteriores elecciones, puesto que las verdades tendenciales ya no dependen sólo de ellas sino también de las manifestaciones en las calles y de la información que navega en el ciberespacio. Finalmente, no podemos dejar de mencionar que la identificación política de los periodistas, los cotiza como personalidades con popularidad, lo que ha dejado como herencia en estas elecciones a una legión de más de una docena de periodistas candidatos/as para asambleístas.
Entre la rua y la ciberpolítica
La población se había preparado –o más bien resignado- para el circo electoral mediático, pero la historia de las estrategias electorales, sin anuncio previo, decidió cambiar los estilos (más no así tanto los paradigmas), con un retorno de la política a las calles (ruapolítica), tomada del brazo de la inserción más sistemática de la política en los medios virtuales (ciberpolítica)
Y entonces los candidatos están caminando las calles y visitando los mercados, gastando sus manos de tanto saludo pater/mater-nalista, sus rostros de tanta sonrisa y sus gargantas de tanto discurso que, sin embargo no retornó plenamente al lenguaje de la relación presencial, porque no se bajó del manejo emocional de las palabras, ni pasó nunca de las promesas celestiales a las realizaciones efectivas de programas políticos que no se conocen, porque no se los expusieron.
En estas condiciones, se trata de un retorno simbólico y parcial de la política a las calles, porque las construcciones discursivas no se recrean en las cotidianeidades de la gente, sino que las utilizan como su argumento participativo, al estilo feed back o retroalimentación, que no influye en las propuestas prefabricadas. Por tanto no se trata de un cambio de paradigma del espectáculo al diálogo, sino de un reacomodo del estilo del espectáculo televisivo al espectáculo de la calle. Se argumenta y se debate poco. Prima el sentido persuasivo del paradigma difusionista de la comunicación, que busca modelar conductas y decisiones.
Pero así y todo, con estas limitaciones el retorno de la política a las calles es una experiencia renovadora de la política, de los/las políticos y de la ciudadanía. En estas situaciones, la comunicación construye sus discursos en mediaciones de la palabra que discurre adaptándose a las formas de hablar, relacionarse, intercambiar y ser de la gente en sus contextos particulares. Es distinta la experiencia de sentarse frente al televisor para ver/escuchar a los candidatos, que tenerlos al lado, estrecharles la mano, medir sus gestos, calibrar su mirada, apreciar sus mensajes y, en ocasiones, hasta ser escuchado. Aun con limitaciones, la política gana en su “engentamiento” (llenarse de gente)
En una relación todavía diseñada con caminos paralelos y algunos puntos de contacto, la ruapolítica se encuentra con la ocupación más sistemática del ciberespacio con estilos de ciberpolítica que calzan bien en el sentido transicional de la política en las elecciones ecuatorianas, asentándose más en la catalización de la capacidad multiplicadora y de convocatoria de las redes sociales que en estrategias como la pionera de Obama en el 2008, que inauguró un estilo de política virtual, definiendo el sitio web como eje de la estrategia y fuente de información inagotable con datos infinitos divulgados en tiempo real para su consumo y reproducción por otros medios, virtuales y masivos.
La ciberpolítica en las elecciones ecuatorianas se caracteriza más que por estrategias por un aprovechamiento pragmático de las bondades de las conexiones virtuales, aprovechando su capacidad de construcción discursiva más emocional que racional y más enunciativa que argumentativa, típica de las redes sociales; así como dinamizando su capacidad de (auto)convocatoria y de sui géneris formas de participación ciudadana.
Como se sabe, las redes sociales promueven la apropiación productora de discursos por quienes, ubicados en cualquier punto del espacio, se convierten en factores de opinión y de generación de discurso, y ya no tan solo en electores a ser convencidos, validos de un soporte tecnológico, llámese computador, o tablet, o celular, mediante el cual con un click se conectan al mundo virtual en hipervínculos de redes que operan como factores de movilización, siguiendo, retocando, complementando o generando los millardos de notas o memes que se viralizan y se hacen tendencia, fabricando así sus realidades, sin importar si éstas son o no reales, o si son o no medias verdades. Lo que interesa es que ciudadanos identificados o anónimos convierten los mensajes en estatuto de sentidos políticos.
Aun sin un manejo suficientemente sistemático ni estratégicamente proyectados, las páginas web y los portales se han convertido en fuente inagotable de datos infinitos para otros medios, al punto que la mayor parte de los análisis que trascienden la información y el relato de los procesos se encuentran en activos blogs que sostienen puntos de vista de las diferentes tendencias.
A diferencia de estos mecanismos, la internet y las redes sociales operan como espacios de intercambio y circulación de mensajes legitimando un lenguaje poco alineado a la acción política o a la acción comunicativa que se caracterizan por su capacidad argumentativa. Este estilo, más emocional que racional, calza bien en un escenario electoral en el que no se debaten programas sino sólo se recitan promesas, o en el que en lugar de planes de realización se subliman las cualidades de supermanes o superwomen de las historias de vida de los/la candidatos/a.
Batallas por la significación en tiempos de guerra sucia
Lo poco que se ha podido apreciar de los programas electorales encubiertos por las campañas centradas en los posicionamientos de las imágenes presidenciales y de las promesas electorales, muestra que la generalidad de las propuestas gira en torno a la política estatal vigente con la presidencia de Rafael Correa, que opera como un espejo en el que inevitablemente se miran los diferentes candidatos, ya sea para profundizarlo, descalificarlo o trozarlo.
Los caminos implícitos dicen que o se profundiza los rumbos de la revolución ciudadana con el binomio Moreno-Glas; o se le entornillan reformas y reubican procedimientos si triunfara el Acuerdo por el Cambio liderado por Paco Moncayo; o se retorna al viejo país, el de los modelos neoliberales de ajuste estructural con las candidaturas de Lasso-Páez de la coalición Creo-Suma o la de Viteri-Pozo del Partido Social Cristiano. Las otras candidaturas no están opcionadas como posibilidades para la presidencia, por lo que juegan sus cartas a lograr curules en la Asamblea inspirados en la experiencia del impeachment brasilero y la cotidianeidad venezolana de un parlamento-tranca, aspirando a desarrollar acciones más allá de su función legislativa, operando como un “para-estado”.
Así están las tendencias, que no acaban de definir un proyecto, otro, de país. Prácticamente no se debate sobre esto, porque los posicionamientos discursivos, ganados por la guerra sucia, están entrampados en el ataque desacreditador – aclaración – defensa – contraataque sobre casos de corrupción intencional y cuidadosamente escarbados para ser presentados en los momentos, escenarios, espectáculos y voceros trabajados con el propósito de provocar conmociones en un electorado altamente indeciso.
Predomina el discurso de oposición y está ausente o en extremo debilitado el de proposición. La fórmula mágica a la que apelan las oposiciones (en plural, porque están fragmentadas), es el eslogan de “cambio”, como anuncio de superación del modelo de la revolución ciudadana construido en diez años de gobierno del presidente Correa. Los caminos que exponen las oposiciones para el mentado “cambio”, son inocultablemente tácticas que guardan consonancia con las recetas del “golpe blando” en sus fases de ablandamiento o afectación de las seguridades de la población y de desacreditación del gobierno con fines destituyentes.
Desde las oposiciones la campaña de desprestigio es intensa, densa, dispersa y sobreestimada, al punto que más allá de la vocación del marketing político por confirmar militancias y atraer indecisos, pretende capturar adherentes del polo contrincante. Para este propósito las redes sociales y la ciberpolítica son inundadas de mensajes sin emisores identificados, para que el anonimato sea el legitimador de denuncias que se lanzan y revuelcan en ecos que despeñan bolas de nieve hasta convertirlas en aludes.
Pero a pesar de la intensidad de la guerra sucia, las encuestas le han otorgado desde un inicio el primer lugar a Alianza País liderado por Lenin Moreno, aunque no pareciera que pudiera ganar en primera vuelta. De aquí se desprende, además, una aguerrida búsqueda de la segunda plaza para entrar en la posible segunda vuelta entre los conservadores Guillermo Laso y Cynthia Viteri, además del general Paco Moncayo que aglutina sectores de la izquierda y movimientos sociales antisistémicos.
En este ambiente, a diferencia de la experiencia de otros países en los que los candidatos oficialistas operaron con exceso de confianza en sus posibilidades de triunfo, la fórmula del partido de gobierno ecuatoriano es proactiva, y no sólo que opera defendiendo sus fortalezas, sino que (contra)ataca debilitando las percepciones sobre las huestes contrincantes y sembrando dudas sobre su legitimidad, en el sentido que “el que esté libre de culpas…”.
No se puede descartar la posibilidad de una segunda vuelta electoral que, sin duda, tendrá otras características y exigencias discursivas. Ya no bastará la descalificación porque el voto no se decidirá por oposición sino por la elección de un proyecto. Ya no será suficiente argumento basar la descalificación de la revolución ciudadana exponiendo en grados extremos las dificultades de la política venezolana.
Las oposiciones tendrán que quitarse el velo y exponer sus programas que, más allá de las promesas celestiales, en su intencionalidad de “recomponer el país”, tendrán que mostrarse en la realidad de sus proyectos de reforma estructural con la misma filosofía, intensidad y alcance de lo que se está desarrollando en la Argentina, o en el Brasil, donde el desmontaje de los gobiernos progresistas se hace a cambio de políticas de ajuste, rentabilidad privada, descapitalización, endeudamiento externo, alza de costos en los servicios básicos, rentismo importador, eliminación de las conquistas en políticas sociales y ambientales, desempleo, cuestionamiento del derecho a la comunicación y desmontaje del constitucionalismo garantista de derechos.
La coyuntura electoral y sus proyecciones, son también una oportunidad para el reencaminamiento y profundización de la revolución ciudadana en responsabilidad del binomio oficialista. En su campaña han enunciado una serie de medidas con este destino, una de las cuales debe ser el reencantamiento de la ciudadanía con la sociedad del sumak kausay o del buen convivir en plenitud y armonía.
- Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo boliviano. Ha sido Secretario General de la Comunidad Andina - CAN
Fuente: ALAI