Como diría Don Quijote: “Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos que los antiguos llamaron Dorados…”, cuando se escribía una carta, se gastaban unos centavos en sellos, se introducía en un buzón y al cabo de algunos días el alegre pitazo del cartero anunciaba la respuesta. Tuve una profesora que nos decía que el estilo epistolar debía parecerse al de una conversación, como las de Sócrates, que hablaba “en zapatero” al zapatero, pero había que ser capaz también de hablar al filósofo “en filósofo”, y tener en cuenta el carácter, cultura, profesión, psicología… del interlocutor para adaptar el estilo y el tono. Los profesores y algún manual insistían en que lo más importante al hacer una carta era la sinceridad —¡ah, qué tiempos aquellos!— y tenían en cuenta diferentes modalidades epistolares: las misivas de negocios o comerciales, breves, concisas, exactas y claras; las privadas, cuyos requisitos serían la sencillez y la naturalidad; las íntimas o amorosas, con una exposición correspondiente al fluir del sentimiento, sin afectación ni pedantería; las de pésame, en las cuales la condolencia se expresaría con el menor número posible de palabras; las eruditas, escritas cuando existía la certeza de su publicación… Ya nadie habla de eso.
El nacimiento del teléfono inauguró una nueva manera de intercomunicación personal a distancia, gracias al italiano Antonio Meucci, quien llamó “teletrófono” a su invento, nacido en el teatro Tacón de La Habana y llevado por su autor a Estados Unidos, pero como tuvo dificultades económicas para presentarlo en la Oficina de Patentes, lo hizo Alexander Bell en 1876. El teléfono fue un extraordinario invento que posibilitó transmitir signos sonoros a distancia mediante señales eléctricas; todos hemos sido beneficiados con este maravilloso dispositivo, expandido en Cuba tempranamente. Recuerdo el teléfono de mi niñez, en San Luis, Pinar del Río, donde a una rústica central telefónica estaban conectados en línea unos pocos teléfonos, había que “dar manivela” para llamar: un timbre largo y otro corto, era la casa x; dos largos, era la de y… —a mi casa se llamaba con tres cortos—; uno podía levantar el auricular y escuchar cualquier conversación en línea, pero mis padres me prohibían hacerlo: si no era para nosotros, no podía escuchar lo que no me importaba... ¡ah, qué tiempos aquellos! En la ciudad de Pinar del Río teníamos un teléfono de disco marcador, el número de mi casa era el 2610, y por los años 60 la telefonía se desarrolló extraordinariamente. Una vez pasé un curso por la Cerlac que incluía la posibilidad de vender libros por teléfonos, pero para eso había que familiarizarse con la técnica de la conversación por ese medio, algo que hoy nadie estudia; basta deslizar el dedo por la pantalla táctil del celular y anunciar: “Estoy llegando”, aunque estemos acabados de levantar de la cama.
La plataforma expresiva por excelencia es la de los medios de comunicación, una herramienta esencial para la conexión entre los poderes con su público; nació con la era Gutenberg, fue desplegada por la prensa desde el siglo XIX, ampliada y desarrollada en la centuria siguiente con el cine, la radio y la televisión, y democratizada con la multimedia y el surgimiento de las sucesivas revoluciones de la informática y las telecomunicaciones. Los medios de comunicación nacieron para superar el intercambio de información interpersonal y convertirlo en masivo; ello hizo posible que las altas autoridades se dieran cuenta de su importancia para la influencia religiosa, el dominio político, el control laboral... La radio sería empleada exitosamente en las guerras mundiales, y en las demás, por todos los contendientes; el cine sonoro serviría como medio idóneo de propaganda cultural, y la televisión, con su alcance doméstico, se convirtió en el más eficaz de los medios para difundir cotidianamente los mensajes más refinados o más burdos. Todas estas plataformas comunicativas se integraron en la multimedia, y gracias a las TICs, y la llegada de la digitalización ─telefonía móvil celular, correo electrónico, interconexión de redes informáticas, redes sociales…─ se ha creado un gran sistema de comunicación general sorprendente y dinámico de gran provecho para la humanidad, con ventajas apenas soñada por anteriores generaciones. Pero ¿acaso estamos mejor comunicados?
No he olvidado las numerosas cartas que contesté y firmé en los diferentes puestos de trabajo por los que ha transitado mi vida laboral, ni las innumerables llamadas telefónicas que respondí, para informar pacientemente, atender con cortesía al público, felicitar y dar buenas noticias o desaprobar en mi nivel correspondiente y discrepar, aunque fuera con los jefes… Todas las cartas y llamadas se respondían —¡ah, qué tiempos aquellos!... Participé en no pocas conferencias de prensa o fui entrevistado, sin evadir preguntas difíciles, y no me considero un caso exclusivo. Pero además, si no respondía cartas ni llamadas por teléfono, ni recibía a la prensa, me podía ganar una buena crítica de mi jefe, y hasta podía ser removido por ineficiente; uno sentía que esos deberes estaban incluidos en lo que se llamaba “calificador de cargos”, pues como “servidor público” esas funciones se contemplaban en determinados puestos laborales; resultaban una obligación, pues de lo contrario no tenía ningún sentido que yo ocupara una responsabilidad pública, porque los funcionarios reciben retribución, beneficios o privilegios transferidos de los contribuyentes; ha sido así en cualquier régimen moderno, y si antes se había enmascarado, ahora con absoluta claridad está visible y delimitado con el pago de impuestos.
Hoy la comunicación ocurre a velocidad pasmosa. La tecnología ha hecho posible que los servidores públicos tengan todas las facilidades para realizar mejor su trabajo mediante ella. Sin embargo, se va haciendo común llamar a una institución en horario de trabajo y nadie responda el teléfono, o que cuando lo hacen, una voz desganada y displicente informe que ni el jefe ni la mayoría de sus subordinados se encuentran, y se interrumpa abruptamente la llamada. Existen funcionarios que nunca salen al teléfono, ni responden un correo electrónico, no se les ve nunca en las instituciones y jamás dan la cara para ningún problema, aunque se les dejen incontables recados, y algunos solo lo hacen cuando hay copia para el jefe. No pocos dirigentes contestan mecánicamente las preguntas de la prensa, y otros ni reciben a los periodistas; muchos están convencidos de que no es necesario informar nada, y no ofrecen conferencias de prensa por temor a equivocarse en alguna respuesta. El uso de los medios digitales suele ser desatendido, escaso o parco en no pocas instituciones públicas, aunque en muchos de esos lugares se utilicen excesivamente con fines privados; todavía abundan sitios digitales desactualizados, y ni soñar que mantengan un flujo comunicativo cotidiano y estable con el público a quien supuestamente sirven, aunque las computadoras están repletas de juegos o telenovelas, y el correo electrónico y el chat las ocupen casi todo el tiempo.
Tenemos que reconocer la existencia de una crisis de la comunicación pública en medio de un desarrollo de las comunicaciones digitales. Es general, y también se manifiesta en la Isla. De no ser así, nuestro presidente no insistiría tanto en este tema cada vez que habla. ¿La causa la está generando la resistencia al cambio de plataforma; la insensibilidad, desidia, abulia y falta de compromiso laboral o el poco interés por el trabajo público; la desmotivación o desestimulación; el desconocimiento del beneficio que aportan; la no comprensión de su importancia…? En la era digital, cuando ya apenas se escriben cartas en papel, cuando hasta los niños tienen sofisticados celulares y cada vez se utilizan menos los teléfonos fijos, cuando cualquiera puede alcanzar un inusitado protagonismo por algo que escribió o una foto que subió a la red, cuando se leen menos periódicos impresos y se ven o se oyen menos noticieros en la televisión o la radio, ¿qué está sucediendo con la comunicación pública? Soy un defensor de los medios digitales, no porque sean nuevos y cómodos, sino porque pueden ser mucho más útiles y eficaces, si todos nos alfabetizamos en ellos y los empleamos en beneficio común, ahorro de tiempo y superación cultural; sin embargo, ¿su desarrollo estará modificando la conducta comunicativa del ser humano? Vi una vez una caricatura que ojalá nunca deje de ser un chiste: una pareja de amantes en una cama, se daban las espaldas y hablaban entre sí por sus celulares…
Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/blog-cubarte/la-crisis-de-la-comunicacion-en-la-era-digital/
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