Desde la casa (quince días después)
Ismael Moreno Coto, S.J. / ERIC - Radio Progreso
Compartimos el inédito del padre Melo en Honduras, con sus reflexiones sobre como el momento que estamos viviendo nos lleva a una sola certeza: "solo la solidaridad salva".
Algo se derrumba
Van quince días, y nada dice que esto se resolverá por un final feliz para la humanidad. He venido sintiendo esa sensación de que con la pandemia algo en la humanidad se derrumba; como que el derrumbe es universal, y que toca a los países, a la economía, a los bancos, a los gobiernos, a las iglesias, a las instituciones públicas y no públicas, a las instituciones de salud, de educación, a las organizaciones sociales, a las familias, y a cada una de las personas. Ese derrumbe parece total. Siento que me estoy derrumbado, la tierra ha dejado de estar firme, todo se mueve, todo se estremece, todo se cuestiona.
Es la sensación de que todo se está viniendo abajo, y uno se queda impávido: si en Italia, si en España, la gente muere por montones, justo en donde las estructuras sanitarias eran sólidas; si el mayor número de infectados se cuentan en Estados Unidos, el país puesto de modelo de economía y seguridad en el planeta, entonces, qué nos espera a nosotros en un país tan enclenque como Honduras. Uno se queda con la sensación que iremos muriendo como cucarachas cuando se les riega veneno. Esa sensación de que luego de un impresionante desarrollo tecnológico, con abundancia de nuevos inventos, con tan alta tecnología militar, con economías poderosas y con abultadas inversiones en entretenimiento, de pronto nos damos cuenta que somos tan poca cosa, que un enemigo invisible nos está uniendo en el miedo y la incertidumbre a los millones de seres humanos que poblamos el planeta.
No somos nada, todo lo que erigimos desde la soberbia del capital y el poder, se está cayendo de un porrazo; han bastado unas cuantas semanas, y aquellas guerras del siglo veinte se van quedando chiquitas, ante una pandemia-guerra mundial biológica, no se sabe inventada por quiénes, y bajo qué objetivos. Luego, los que sobrevivan –entre los que ni se me ocurre contarme--, lo llegarán a saber, y quizás se pida cuentas a los responsables. Pero por ahora, solo nos toca ver el derrumbe, y nuestro propio derrumbe.
Algo nuevo y en ciernes emerge
En estos días he visto decenas de memes y videos, de todos los colores, sabores y humores, pero cada vez aumentan esas expresiones de solidaridad y compartir en medio del miedo y la incertidumbre. Canciones que se inventan, todas ellas maravillosas, que invitan a que nos mantengamos alejados y que nos lavemos las manos. Una de ellas, llena de ternura, es romántica, tiernamente romántica, recuerda a quien se ama que por ahora estamos separados, y que hay que estar separados, pero un abrazo y un café esperan, porque “volveremos a juntarnos”. O dice otra canción que en medio de todo, si nos mantenemos encerrados y con las manos limpias, “sobreviviremos”.
Hace unos días abrí un video que me sacó mis escasas lágrimas (por mi enfermedad autoinmune de “síndrome de jsögren” que me seca la garganta y los ojos), aparecían decenas de médicos y enfermeras, confundidos con pacientes cantando “sobreviviré”, con brazos abiertos y rostros alegres. En este tiempo ha salido lo más hermoso de los seres humanos, somos una humanidad cargada de solidaridad, y se nos ve, compartiendo mascarillas, tomando distancia unos de los otros, comprando lo básico para llevar a casa, y para compartirlo con los vecinos. Uno de estos días, alguien tocó al portón de la casa, traía un saco de verduras y una gallina, “por si les hace falta”, nos dijo el hombre. Sin extender la mano para saludar, se quedó a más de dos metros de distancia, y siguió su camino. Y resulta que nadie en la casa lo conocía.
Nunca como en estos aciagos días habíamos tenido más consciencia de que somos una humanidad con inmensas expresiones de solidaridad. Y que podemos convertirnos en humanidad solidaria. Esas reservas las estamos sacando en estos días, justamente cuando estamos en el encierro. Esas paradojas de la vida, que cuando hemos andado por los espacios públicos, en oficinas y en trabajos en equipos o en corporaciones, hemos acentuado lo negativo, los encierros, los individualismos. Esa ausencia de solidaridad nos condujo progresivamente a un mundo amenazado, y se precipitó con la pandemia.
Queda clara la lección: ni los bancos, ni los multinacionales, ni el poder de los de la derecha ni de los de la izquierda, ni la tecnología, ni el extractivismo, ni el militarismo, ni las drogas, ni el milagrerismo de religiones bulliciosas, nos salvan. Al contrario, nos han conducido a que se precipitara el derrumbe. Y la lección queda abierta: solo la solidaridad salva, solo la solidaridad establece puentes, solo la solidaridad nos descubre como humanos y humanas desde la diversidad de culturas, lenguas, mentes y corazones. Solo la solidaridad nos puede reinventar, a partir de detalles, de pequeñas y cotidianas expresiones. Solo la solidaridad ablanda los corazones, por muy duros y tóxicos que sean. La solidaridad convertida en propuestas sociales, políticas, económicas y culturales, nos espera a la vuelta de la esquina, para quienes hayan sobrevivido a los espantos de esta emergencia.
Responsabilidad personal
Esto es sin duda uno de los mayores aprendizajes de esta crisis. Es cierto que la humanidad entera está amenazada, y que a saber de dónde ha tenido el origen de la pandemia. Pero que esta pandemia solo se puede detener con responsabilidad personal es lo que más he aprendido en estos quince días. Comencé el encierro siguiendo recomendaciones profesionales y de compañeros y amigos que me decían que yo estaba en la línea de alto riesgo y que debía encerrarme. Al cabo de quince días, no pienso en mi vulnerabilidad humana únicamente, sino en la vulnerabilidad de las personas que están a mi lado, y que salir significa poner en riesgo no solo mi vida, sino la vida de todas las personas con las que me toca interactuar.
Ese aprendizaje es el que más ha costado asumir, y el que en estos días ya ha ido calando en mucha más gente. Y esto es fuente de esperanza. Antes de cumplir la primera semana de confinamiento, una familia muy querida me invitó a que viera cómo horneaban un pan de maíz y de arroz, que fuera y que regresaría con pan caliente. Fui, y al advertir que no me acercaría, ni que los saludaría a menos de dos metros de distancia, tuve respuestas de risas y burlas. Una semana después, esa familia está completamente confinada. Fueron aprendiendo que no hay manera de salvarnos sino es a partir de responsabilidades personales.
Hambre y caos versus responsabilidad personal
Yo hablo de responsabilidad personal, y digo bien, pero lo hago sobre la base de que en estos quince días no me ha faltado qué comer, he tenido las tortillas, los frijoles, el arroz, el café, el queso y alguna que otra vez el pollo, y en una ocasión comí carne de res, sin mencionar la gallina que aquel hombre despistadamente generoso me pasó dejando junto a la yuca, el plátano y el limón que venía en el saco solidario. Pero esa no es la realidad de la inmensa mayoría de la gente. En estos quince días ha habido un progresivo encuentro dramático entre la incertidumbre ante lo imprevisible que se viene encima con la emergencia del Coronavirus y la necesidad de comer que experimentan crecientemente las familias. La mayoría de la gente vive al día, “coyol partido, coyol comido”, y el llamado a encerrarnos aflora progresivamente el “sálvese quien pueda” que tanto ha alimentado el sistema capitalista que hoy se encuentra en crisis ante el emergente valor de la solidaridad.
Un día de estos salí a buscar frutas, y sin bajarme del carro, me detuve ante tres mujeres que en una improvisada y rústica galera tenían el fogón y el comal en donde tiraban la masa ya hecha redonda para que, una vez cocinada se venden como tortillas de maíz. Ricas las tortillas. Saqué el dinero suelto que tenía para comprar. Y se me ocurrió preguntarles si no tenían miedo de estar expuestas ante la gente que llegaba a comprar tortillas. “Claro que tenemos miedo. A nosotras nos va a pegar ese virus. Pero qué quiere que hagamos, con esto que hacemos tenemos para algo de comida para los niños. Si no hacemos tortillas, nos morimos de hambre”.
Al finalizar la primera semana de toque de queda, comenzaron a verse los primeros brotes, todavía aislados, de gente que salía a las calles y carreteras a pedir comida. Al finalizar la segunda semana, ya se conocían saqueos de camiones, y gentes apostadas en esquinas, listas para caerle a todo lo que oliera a sacos de comida. Mientras tanto, el gobierno regala pequeñas “bolsas solidarias” con el rostro del presidente de la República, a familias que han dado muestras de obediencia al partido oficial. “Aquí le traemos –decía un video que captó la escena—esta bolsa de alimentos, con mucho cariño de parte del abogado Juan Orlando Hernández…”. El amenazante aumento del contagio del Covid19 va en proporción directamente proporcional al aumento del hambre de la gente.
Esa combinación es catastrófica, nos conduce a un caos, a una tempestad incontrolable. La respuesta oficial a la emergencia sanitaria será pobrísima, no existe ninguna capacidad instalada para atender todas las demandas de contagios, lo que agravará la situación con el correr de los días. Y la respuesta oficial a la demanda de comida será a dos bandas: se darán raciones de alimentos fundamentalmente a activistas del partido del gobierno, y se responderá con fuerza policial, y sobre todo militar, a los brotes y presiones de gente hambrienta en las calles y lugares públicos, bajo el argumento de que la gente debe seguir encerrada para evitar más contagios. El encierro es muy buena medida preventiva. Pero para una población que mayoritariamente vive de lo que consigue en el día, el encierro y responsabilidad personal no pueden remontar nunca el mal consejo de un estómago vacío.
Fuente: CPAL