Ismael Moreno Coto sj (Melo)
Estos tiempos son inevitablemente raros. Y muy rara se mueve y camina la gente por haberse tomado en serio las distancias y el encierro. Son tiempos de nunca olvidar. Uno se encuentra por necesidad, y a dos metros de distancia, con compañeros y compañeras del equipo de trabajo, ¿Y cuál es el primer impulso?: levantar los brazos, y con sonrisa al viento, saludar a quien se aproxima con un fuerte abrazo. El impulso espontáneo es de doble vía. De pronto, bruscamente nos detenemos, con una acción de auto represión, calculamos entonces los dos metros de distancia. Nos quedamos pasmados, apenas alcanzamos a medio sostener una incómoda sonrisa que casi se congela, y nos quedamos tiesos, sin saber dónde colocar nuestra inquietante mirada.
Mirar a los amigos y amigas siempre lleva una carga de encanto. Una mirada lleva siempre una dosis de complicidad, pero en esta ocasión conlleva además ese deje de frustración de quedarse todo en un abrazo fallido. Nos quedamos con las manos levantadas, y apenas nos queda aliento para ese ademán de saludo insípido, de un hola artesanal, con las manos moviéndolas, como si nuestras manos fuesen un improvisado e inútil abanico, que nos hace caer en la vergüenza de pertenecer a una torpe y casi estéril existencia. Porque una existencia sin abrazos es como un río sin cauce.
“Qué mal me sentí cuando pasé por el portón de su casa, verlo y no abrazarlo-- me dijo mi compañera de equipo, Leticia Castellanos, una de estas tardes que pasó para dejarme un codicioso encargo para matar el tedio de estos tiempos--, es la primera vez desde que nos conocemos que no nos damos un abrazo cuando nos vemos. Y más feo sentí ni siquiera verlo que se acercaba”. Iolany Pérez, otra compañera periodista siempre del equipo, muy dueña de su apurado ritmo, pasó fugazmente en compañía de un motorista, y sin bajarse se echó una risa que, en lugar de su clásica malicia, denotaba más bien inseguridad y nervios. “Ay usted, yo ni sé qué hacer en estos casos, nunca me podría acostumbrar a ver a la gente que quiero, de lejos, sin dar y recibir el abrazo de costumbre”, logró decir con marcado acento de derrota, mientras arrancaba el carro, como quien sale en feroz persecución de una última noticia.
Para quienes hemos nacido, crecido, y nos hemos hecho viejos en este Caribe tropical, los abrazos no es cualquier gesto. Es nuestro esencial gesto de afectividad y de pertenencia a una comunidad humana que se entiende desde los afectos, y no solo desde la razón. Si el abrazo es universalmente un saludo de amistad y amor, en este calor caribeño los abrazos son un símbolo de encuentro y compañía. El abrazo es el gesto universal de la madre, y de los hijos a la madre, de los esposos, del padre a sus hijos y de los nietos y nietas a sus abuelos. Pero es un gesto que en nuestra cultura caribeña y tropical adquiere la categoría de sacramento de encuentro afectivo. Usted llega a una casa, y aunque sea la primera vez, se encuentra con los brazos extendidos, listos para el abrazo.
El abrazo es para las bienvenidas y es también para las despedidas; es para cuando se abraza al recién nacido, y cuando se abraza el cuerpo inerte justo antes de ser depositado en la tumba. “Por qué abrir el féretro, si lo que queda es depositarlo en el hoyo”, se escuchó decir a alguien venido de otras latitudes. “Es el abrazo final, con el cual se sella todo el amor de la vida”. El abrazo es el saludo de la casa, y es también el saludo de la calle. Es el saludo formal en eventos formales, y es el saludo de la informalidad de la vida. El abrazo es la expresión de amistad pública y la expresión de la complicidad en la intimidad de los amores regulares y legales. Y nunca faltará el abrazo, aún cuando ha de ser muy apurado y de campaña, en los furtivos encuentros de los amores clandestinos. El abrazo será en este caso no solo una expresión física y real, sino también el símbolo de una promesa.
“Bien, está bien que te acerques, pero no esperes que te dé un abrazo, porque eso no lo entiendo”, fue la advertencia de un religioso español en una cita con un amigo caribeño. “A ustedes los pierde la pastoral del apapacho. A la pastoral hay que llenarla de razón, porque los cambios no se logran con los abrazos”, se suele escuchar en ambientes religiosos en donde se cruzan la cultura europea con la cultura caribeña. Más que un abrazo, lo que ocurre en una relación así es más de desencuentro, y por eso mismo, en lugar de un abrazo, lo que se expresa es un des-abrazo.
Para quienes hemos nacido y crecido entre abrazos, siempre viviremos extrañados cuando nos toca vivir y convivir en ambientes humanos y culturales en donde los abrazos se dan por pequeñas dosis o a cuentagotas, y en donde hasta se ve con desdén a quienes nos pasamos la vida entera abrazándonos a rienda suelta. Todavía cuando mi madre, Doña Lita, estaba en sus últimos días de sus noventa y nueve años, pasaba recordando cuando me abrazaba entre sus piernas, sobándome la cabeza y cantándome una canción de cuna, sin duda inventada, sin palabras, con balbuceos que quedaron colgados en un lugar especial de mi corazón, como un abrazo sin fin. Nací con sus abrazos, crecí con sus abrazos, y una media hora antes de expirar estaba ella en su silla de ruedas, y justamente antes de pedir que la pasáramos a la hamaca en donde dejó su último suspiro, me tomó entre sus brazos para darme un abrazo que, sin darme cuenta, sería el de su despedida.
Los abrazos están siempre asociados a los encuentros, y especialmente para quienes nacimos y crecimos en América latina, y particularmente en el trópico caribeño, jamás podríamos vivir sin los abrazos.
Por eso, estos días, semanas, y hasta meses de encierro para salvar la vida de la amenaza de la pandemia, son especialmente terribles porque hemos tenido que aceptar voluntariamente a negarnos el derecho de los apapachos y de la protección de los abrazos. Siempre viviremos extrañando nuestro abrazo tropical y caribeño, porque los abrazos nos llenan de vida, y la paradoja que vivimos con esta emergencia del Coronavirus es que nos salvamos justamente sin abrazos, y cuantos menos abrazos nos demos, más posibilidad de vencer el contagio tendremos.
Aunque el abrazo sea una expresión humana universal, nunca se sentirá igual un abrazo tropical y caribeño, a un abrazo en uno de esos encuentros formales e insípidos, más propios de países del norte del mundo, o de los refinamientos en esas extrañas modalidades de familias urbanas de clase media y alta, en donde puede ocurrir incluso que un abrazo haya alcanzado niveles hasta de vulgaridad o caer bajo la acusante mirada de sospecha. “No te dejes abrazar –le dice con frecuencia un papá o una mamá a sus hijos pequeños--, porque nunca sabrás con qué intención lo hacen”. Y así vamos construyendo la cultura de la desconfianza a partir de relaciones de sospecha, en donde los abrazos pasan a formar parte del morbo en sociedades que sustituyen los sentimientos y emociones por la lascivia, el cálculo o el estricto raciocinio.
Es cierto que vas a Estados Unidos o Canadá, a España o a Noruega, y sabes que el abrazo estará ahí, a la vuelta de la esquina, como símbolo de amistad. Pero sabes que muy seguramente no será el mismo abrazo de espontaneidad. A lo largo de los últimos tiempos, el abrazo, especialmente en esas latitudes extrañas a nuestro trópico caribeño y latinoamericano, previsiblemente ha ido acompañado de una duda, un cálculo y una sospecha, y con el correr de los miedos y desconfianzas, en lugar de los abrazos espontáneos, ha crecido la tendencia al des-abrazo.
Una vez que recibes un abrazo así, te das cuenta que ese no es el abrazo que tu cuerpo y tus brazos están esperando, porque no encajan con la sensibilidad de tu alma. Pudo darse el abrazo, o haber sido sustituido por un apretón de manos o quizás por una palmada en la espalda o los hombros. O te encuentras o convives con personas que proceden de otras culturas o de élites auto protegidas en sus exclusivos círculos. O quizás llevan décadas viviendo y conviviendo en el trópico, y hasta se acomodaron a dar los apretados abrazos. Pero una vez que los recibes, de inmediato percibes en el fondo de tu sensibilidad, que algo, un ingrediente, que ni siquiera sabes qué es, le ha hecho falta a ese abrazo.
Es como cuando bailas salsa, merengue, cumbia o bachata. Son ritmos tropicales y aprendiste a bailarlos con un ritmo que te nació de tu “alma” tropical, como algo connatural a tu hábitat. Cuando bailas, de inmediato te das cuenta que se trata de una extensión de los abrazos, el ritmo de los abrazos. Es un ritmo que para ser innato se ha de aprender en la vida, no en una escuela de baile; y nunca será lo mismo quien siendo del trópico baile una salsa que alguien de otra cultura que aprenda salsa, o que alguien siendo del trópico aprenda a bailar salsa en una escuela de baila. Puede que la bailes rítmicamente mejor que la inmensa mayoría de gente nacida en el trópico. Pero quien la baila ya sabe que es algo del alma, innato, todos los demás lo han recibido como algo venido de afuera. El baile en este trópico caribeño es el abrazo en ritmo, música y en movimiento.
Así son los abrazos para quienes somos del trópico. Son nuestros abrazos, no que sean mejor que otros abrazos. Pero son únicos, y son innatos a nuestra cultura y a nuestra vida cotidiana. Son expresiones, símbolos de nuestra “alma” tropical. En una comunidad religiosa, como la mía, una condición voluntaria para pertenecer a ella es el celibato. Por esos raciocinios que se han impuesto por encima de ese espíritu divino que baña todas las cosas, muchas veces el celibato se ha asociado a renunciar a diversas expresiones físicas, por considerarlas pecaminosas o proclives a conducir al pecado, entre ellas algunos enumeran a los abrazos. Entre los más ascetas de la espiritualidad se cuentan ejemplarmente a aquellos santos que para alcanzar la santidad, renunciaron de un tajo a los abrazos.
Esto, quizás podría parecer válido para otras culturas, pero nadie que sea sensato podrá decir que tiene validez para la cultura y la identidad tropicales. Aquí uno puede ser un célibe riguroso, pero ni por asomo se le ocurre renunciar a los abrazos, o a su expresión rítmica bailable, porque cuando eso ocurre, ha renunciado a su propia identidad humana, y en lugar de alcanzar el sano nivel de un célibe en libertad se convierte en una persona cultural y espiritualmente castrada, y el celibato, por muy austero y riguroso que sea, nunca puede ser sinónimo de castración, porque entonces sería cualquier oblación y sacrificio, pero no un celibato cristiano.
¿Y si los abrazos se ausentan?
Todo lo demás se ausenta, todo lo demás se viene abajo. La vida misma se derrumba. Los abrazos son del combo esencial de la vida: la amistad, el amor, el encuentro, la bienvenida, la despedida, la danza, la apertura y la clausura de la vida. La pandemia nos ha colocado en el umbral de la pérdida de los abrazos, y unida a esa creciente cultural de la frialdad, sospecha y desconfianza, se corre el riesgo de que esta pandemia abone a que los abrazos se pongan en ese inexorable camino de su extinción.
Falta la comida y el trabajo, se destapan con mayor furia los militarismos y políticos aprovechados; afloran los asistencialismos incluso con ropaje clerical, que junto a la prudencia de quienes se encargan de decir que todos los recursos se han invertido muy bien, se comportan como expertos en barnizar de honrados los rostros de corruptos. Pero de entre todo esto, si faltan los abrazos, todo lo demás se hunde, porque los abrazos son la fuerza espiritual que nos impulsa a encarar todas las crueles y desafiantes amenazas.
Esta emergencia nos obliga a guardar no sabemos por cuánto tiempo los abrazos. Cuanto más guardados los tengamos, más garantía tenemos de reencontrarnos con vida. Eso nos lanza a poner nuestra creatividad y responsabilidad para derrotar el Coronavirus, porque entonces podremos recuperar los abrazos que hoy, agazapados, nos esperan. Y una vez con todos los abrazos al alcance de todas nuestras manos y brazos, habremos recuperado las fuerzas humanas, físicas y espirituales para lanzarnos a rehacer una nueva institucionalidad, ya no solo al alcance de la dignidad de toda su gente, sino con todas las reservas para revivir y alimentar todas nuestras esperanzas. Porque con ellas, los abrazos nos seguirán esperando en un rincón de nuestra historia personal, familiar, comunitaria, social y espiritual.